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By Pilar Margod
Ayer fue un día muy especial para mí: el primer domingo de mayo como todo el mundo sabe, es el Día de la Madre
«Los orígenes de esta festividad datan de la antigüedad y tiene diferentes momentos en la historia en los que más se ha podido popularizar. En realidad, lo que importa en este extraño 2020 es que lo vivo desde la soledad de mi confinamiento.
Lo mismo alguno de mis hijos o los dos, estarían aquí como en otros años, en su tierra andaluza natal, aprovechando esta maravillosa temperatura para disfrutar donde más nos gusta (la playa). Si a este hecho le sumo que el lunes pasado fue el cumpleaños de mi maravillosa madre (ya hace 5 años fallecida) puedo decir que la semana se ha caracterizado por una alta sensibilidad que ha movido un sentimiento de profundo amor.
Esto ha hecho que me emocione en varias ocasiones y yo creo que ha sido por el anhelo de expresar, precisamente, ese amor. ¿Cómo? Pues desde la “simpleza” de abrazar, tal cual. Aunque aún no fuera procedente dar besos, la calidez que siento cuando abrazo y percibo la intensidad del amor en el otro, no tiene parangón. Es como si con este gesto penetrara a través de los poros de la piel. La otra persona me estuviera transmitiendo con palabras todo lo que su cerebro siente. ¿Lo recordáis? Un abrazo solo puede ser sustituible por imaginarte que abrazas y yo lo hago, incluso cuando medito y me sonrío, pero en esta semana se me ha quedado corto, sinceramente.
Cuando he homenajeado a mi madre el 27 de abril con pequeños y solitarios gestos, como tener una velita encendida todo el día o hacer una jornada de silencio para recrearme en ella, se me han venido imágenes en que se mezclaban cómo afrontamos sus últimos años de vida en una residencia, mientras el Alzheimer se la comía y cómo hubiera sido ahora. Se me pusieron los pelos de punta y no pude más que dar las gracias por no haber pasado lo que muchos de mis congéneres han tenido que soportar con sus progenitores ya viejecitos, desvalidos, por los que siento mucha compasión.


Inevitablemente, tenía el poso de otra sensibilidad cargada de pena y frustración, ante la imagen de luto de mi Madrid del alma. Ese crespón negro luciendo en la Puerta de Alcalá, donde hace dos años me hice una preciosa foto con una de las Meninas que tienen a bien decorar partes emblemáticas de una ciudad bulliciosa, alegre y excesivamente viva en muchas ocasiones.
¿Qué puedo decir? Se me rompió el corazón de ver cómo mi pueblo (aunque sea grande) sufre esta pandemia que se ha cobrado tantas víctimas, donde toda mi familia cercana está allí (incluyendo a mis hijos) y mis amigos de la infancia.
He reflexionado mucho sobre el hecho de ser de un sitio diferente a donde vives. Si cambias de contexto cuando ya tienes una edad, no dejas de ser de ese sitio, no se te va el acento y es más, yo creo que no quieres que se te vaya porque necesitas reconocer tu identidad, sintiendo una especie de orgullo cuando te lo refieren. Así que, la semana pasada, eché mucho de menos poder estar allí para lo que sea. Yo siempre digo que cuando llego a Atocha siento que me inyectan “oxígeno en vena”. Siento un aire de libertad que me impulsa y da energía y que es el colofón del momento en que planeo ir. Ahora, además tiene un plus mayor al estar mis retoños viviendo allí.
¿Qué quiero decir con esto? Que las dos semanas se han caracterizado por el anhelo de estar con los que más quiero y de poder seguir yendo y compartir mis orígenes. Madrid es un mundo de oportunidades (como otras grandes ciudades) por eso la gente se va para allá a buscarse la vida y eso le convierte en foco de tanto… bueno y malo, en exceso desde la cantidad y diversidad de personas, hasta la velocidad del ritmo, la pluralidad de alternativas artísticas, etc. Y por eso, no podía ser de otra forma que fuera de las más afectadas. Así que, mi antídoto para el anhelo fue poner la medicina de la realidad para no idealizar. Nada es perfecto, nuestra vida no lo es, pero es nuestra y esto tiene que ver con que nos duele más lo cercano que lo alejado en distancia (física o temporal).
Pero, entre medias, vivo una realidad que también me ha hecho derramar lágrimas porque Cádiz no es un mundo laboral de oportunidades y pensar en la tragedia de muchos de los que me rodean, me parece devastador. Dos maravillosos pueblos en los que me implico y vivo: el que me vio nacer y el adoptivo.

