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Por Fernando Escolano Orte
Fotos: Gastroystyle
El olfato con respecto al resto de los otros 5 sentidos ha sido un poco relegado
Tradicionalmente, se han definido 5 sentidos que poseemos los seres humanos: vista, oído, gusto, olfato y tacto. Todos ellos tienen sus correspondientes células especializadas y ellas tienen sus receptores propios que reaccionan a unos estímulos definidos. Estas células están conectadas por un sistema muy complejo al cerebro por medio del sistema nervioso central y él es el que descifra toda esa información y nos hace ver, oler, oír y sentir.
Los sentidos de la vista y del oído han sido quizás, los más estudiados y de los que más se sabe, los reyes de los sentidos se les ha denominado en alguna ocasión. Pero hay uno que está como postergado, y un poco olvidado, el olfato. Hay ciertos animales para los que es fundamental, el sentido del olfato, pues para su alimentación y supervivencia dependen básicamente de él.
Los olores resultan tan difíciles de describir que lo hacemos recurriendo a cosas análogas confirmando que se le da poca importancia en nuestra cultura. Hay muchas palabras que definen un color y sus matices pero muy pocas para definir un olor y sus sensaciones.
El aroma de un alimento, es posible que sea una de las características, si no la que más, que unida a la calidad es la que determina la elección de los consumidores por un determinado alimento y no por otro. Esta característica en el vino es de vital importancia ya que su consumo es sobre todo por puro placer sensorial y en el que el aroma es su mejor carta de presentación.
Hoy cualquier bodega observa meticulosamente esta característica y cuida mucho su elaboración para que se consigan los aromas previstos lo que significa que el vino obtenido gozará de una calidad alta. Cuando disfrutamos de un vino no nos damos cuenta de la cantidad de sustancias químicas que están implicadas en los aromas percibidos: afrutados, a madera, vegetales, florales, balsámicos, a frutos secos, a fruta madura, etc.
Sin embargo, olores y sabores más allá de ser placenteros o desagradables, comparten una cosa en común, están íntimamente unidos a la evocación; tienen que ver con la memoria. Ya Marcel Proust en su novela, «En busca del tiempo perdido», evoca esta sensación de un bizcocho en una taza de té.
Quizás, no tan olvidado por que el año 2004 se concedió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina a Linda Buck y Richard Axel por el descubrimiento de los genes que codifican proteínas receptoras olfatorias lo que hizo posible trazar un mapa de la ruta que sigue la información transmitida por cada receptor hacia el cerebro y comprender la lógica molecular del olfato.
En 1991 estos investigadores publicaron un estudio en el que describen una familia de un millar de genes que dan lugar al desarrollo de un número igual de receptores olfativos situados en las células receptores olfativos que ocupan una pequeña zona del epitelio nasal y como el cerebro distingue entre los olores.

